El populismo
siempre ofrece ejemplos que ponen a prueba la capacidad de sorpresa de los
ciudadanos. Hace unos días, el senador Ricardo Lagos Weber dijo querer que el
Presupuesto Nacional priorice el gasto en educación (lanacion.cl, 21 de
septiembre). Lo hizo exactamente tres semanas después de tragarse sus propias
promesas para, finalmente, aprobar en el Congreso la escandalosa pseudoreforma
tributaria que rebaja impuestos a los más ricos del país. Se trata, al parecer,
de una práctica bastante extendida entre los sectores más influyentes de la
sociedad: elaborar un discurso para la tribuna mientras se urde otra cosa cuyo
conocimiento es poco divulgado.
Y, justamente
en estos tiempos en que las legítimas demandas estudiantiles por una educación
pública dan la lección que las escuelas de hoy son incapaces de impartir, es
necesario desnudar este doble discurso. Sin ir más lejos, y siguiendo el estilo
ya descrito, el arzobispo de Santiago, Ricardo Ezzati, aseguró ante la opinión
pública solidarizar con la causa del movimiento estudiantil y sus
reivindicaciones. “Tienen razón de protestar porque la educación se ha vuelto
para muchos una pelea para ganar puntajes, espacio, y la educación debiera ser
un lugar de mucha libertad”, manifestó el prelado, subrayando que “cuando los
jóvenes se rebelan contra el lucro tienen razón” (terra.cl, 23 de septiembre).
Pero, ¿de qué
está hablando, señor Ezzati? Si el discurso de la Iglesia Católica quisiera
guardar la más mínima coherencia para hablar de educación pública en Chile,
entonces que renuncie primero a la totalidad de escuelas y universidades que
mantiene como propiedad privada en el país. Y aquí no estamos hablando de casos
marginales, porque esa institución cobra por el 15% del total de la matrícula
escolar prebásica, básica y secundaria del país, teniendo como clientes a
555.000 estudiantes, al tiempo que es dueña del 22% de la matrícula de
institutos profesionales y de universidades.
¿Qué principios
podría realmente compartir con los jóvenes movilizados si, de los 808
establecimientos educacionales que mantiene en su poder, 373 son particulares
subvencionados, 308 son particulares “con financiamiento compartido” y 137 son
particulares pagados donde ya el año 2002 se pagaba una colegiatura mensual de
110 mil pesos? (Primer Congreso Educación Católica, 2006). ¿Serán acaso los
menores de escasos recursos los que acceden a esa enseñanza? Por cierto que no.
Los datos de la propia Iglesia Católica señalan que la impresentable modalidad de “financiamiento compartido” se dispara
tendencialmente entre sus escuelas, aumentando, en apenas cuatro años (desde
1998) en 50 mil los nuevos matriculados bajo ese esquema privatizador.
¿Cómo podría la Iglesia Católica compartir
realmente con los estudiantes el principio de no discriminación que éstos
defienden si los datos oficiales indican que el 85% de las escuelas
particulares pagadas, y el 73% de las particulares subvencionadas establecen
criterios de selección para sus respectivos procesos de admisión? (SIMCE,
Informe 2003). Así es bastante fácil hablar de educación, pero los antecedentes
arrojan por la borda cada una de esas palabras. No se puede hablar de educación
pública al mismo tiempo que se defienden intereses para mantener su propiedad
en manos privadas, como acaba de hacer el Congreso Nacional por la vía
tributaria de los privilegios, ni sosteniendo consorcios particulares de
enseñanza. Un auténtico debate en materia de políticas públicas merece llamar
las cosas por su nombre y denunciar el cómodo podio de la ambigüedad: o se está
por una educación pública, o se sigue llenando más de alguien los bolsillos a
costa de todos.
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“Las únicas respuestas interesantes son
las que destruyen las preguntas”
Susan
Sontag
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