lunes, 28 de noviembre de 2011

¿Un Semestre en Ocho Semanas?

 Mientras la ciudadanía aguarda que la demanda social por educación pública y de calidad desemboque en cambios jurídicos y tributarios, las universidades del Consejo de Rectores han tomado una decisión sin precedentes: efectuar un semestre académico en 2 meses.
¿Qué fundamento ampararía una determinación de esa magnitud? Cuesta, por cierto, comprender a cabalidad por qué las rectorías se llenaron la boca durante todo este año hablando de mejorar los estándares de educación superior si, al fin y al cabo, concluyeron que era posible cumplir el cometido previsto para cuatro meses y medio convocando a las aulas a los estudiantes por un plazo de 8 semanas. ¿Acaso el estudiantado triplicó la velocidad de sus procesos cognitivos? ¿O es que se había estado impartiendo, durante casi dos siglos, el triple de unidades de contenido de las que corresponde abordar en un período lectivo? Lo que ha ocurrido es una operación ajena al campo académico, que busca asegurar ingresos económicos a tales corporaciones y, de paso, consagrar la fuente privada de financiamiento de las universidades. En efecto, las rectorías no apuntaron al mejoramiento del proceso de aprendizaje, sino, a costa de éste, reforzaron su rol de meros receptores del Crédito con Aval del Estado,
que no es público, justamente porque traspasa al educando la función de financista privado, vía arancel y endeudamiento, de la institución de educación superior. Si los objetivos académicos podían cumplirse en dos meses, ¿por qué no se redujo igualmente a un tercio el cobro que se hace a los estudiantes? En la Universidad Católica del Norte, por ejemplo, la rectoría sencillamente notificó de esta extraña “oferta” del sistema: pague cinco y lleve dos (El Diario de Antofagasta, 9 de noviembre). Si es posible desarrollar un período académico en dos meses, entonces a contar de 2012 las universidades podrían completar 5 “semestres” entre marzo y diciembre y reducir de 7 a 2 años y medio los estudios básicos de Medicina.
Las autoridades académicas de la institucionalidad educativa están ya completamente deslegitimadas y debieran sincerar el nombre de la entidad que las agrupa, el Consejo de Rectores, por lo que realmente éste es: un Consorcio de Recaudadores.






“Yo no he permitido nunca que mi asistencia a clases interfiera con mi educación” (Mark Twain).

jueves, 10 de noviembre de 2011

La “Normalidad” Oficial

 El país cumple seis meses sin que el gobierno de turno proporcione una respuesta satisfactoria a las demandas sobre educación planteadas por el estudiantado y respaldadas por la ciudadanía. Al cabo de esos mismos 180 días, las salas de clases de las escuelas y universidades no han recibido la visita de los actores fundamentales del proceso de aprendizaje. Sin embargo, el subsecretario de Educación, Fernando Rojas, no tuvo empacho alguno en asegurar que “la prueba SIMCE se está dando en forma normal” (emol.com, 24 de octubre).
Extraño, por decir lo menos, resulta el hecho de que la autoridad, que diariamente dedica toda su arremetida mediática a criminalizar el movimiento estudiantil en nombre de la seguridad interior del Estado, diga que la aplicación del cuestionado test se verificó de manera incólume, porque tan esquizofrénico concepto de normalidad oficial desemboca en dos posibilidades: o el grito en el cielo puesto en función del “desorden” público no es más que la irresponsable mitología de un régimen policial, o la prueba rendida recientemente por casi 500 mil escolares no requería la menor vinculación con la institucionalidad educativa por parte de quienes la contestaron.
¿Prueba de qué era, entonces, la que se aplicó? SIMCE significa Sistema de Medición de la Calidad de la Educación. En otras palabras, es un instrumento que tendría por propósito dimensionar justamente el nivel académico alcanzado en determinado período. Pero, en ese caso, a la luz de lo expuesto por el subsecretario, el Ministerio de Educación no es más que un triste adorno en el paisaje. Porque, incluso en el caso de que dejemos de lado por un momento las graves falencias intrínsecas de ese test, si la aplicación del mismo ha sido considerada “normal”, entonces lo que pretende medir no guarda relación alguna con la dinámica de asistencia a clases y, en consecuencia, el obsesivo llamado que ha formulado el gobierno desde hace medio año, instando a deponer tomas y paros, es una flagrante contradicción. Mientras el país exige educación de calidad para el conjunto de la sociedad, el gobierno ofrece eternizar la fiscalización de lo que ocurre al interior de una burbuja.