El año académico no empezó en el país
con buenas noticias para la educación, sino, al contrario, con el ministro de
la cartera, Harald Beyer, pidiendo al Consejo de Rectores de las Universidades
de Chile (CRUCH) que emitiesen un informe sobre la duración de las carreras.
Por cierto, la intención del personero era la expresión de un deseo que él
quisiera haber visto promovido entre las conclusiones del documento: reducir
los años de estudio de cada programa. No sin otro objetivo economicista dijo
esperar que tales instituciones expliquen por qué las disciplinas que imparten
“son tan largas” en función de los “cuantiosos recursos que el Estado ha invertido”
en convertirlas en un trámite pasajero (lanacion.cl, 25 de mayo). Ya antes, el
29 de marzo, había dicho a los rectores que los programas de pregrado en Chile
toman, en promedio, 6,32 años, lo que le parecía un exceso en función del mismo
índice para los países de la OCDE :
4,32 años.
Era evidente que el ministro no tenía
argumento académico alguno para su “solicitud” y, aunque durante todos estos
años la agenda privatizadora de la educación ha avanzado sostenidamente,
incluso vender la enseñanza al mejor postor puede tener un traspié. Y es que,
finalmente, el informe del CRUCH fue emitido, pero no llegó a los
descubrimientos que habría querido el MINEDUC, sino todo lo contrario. El
documento, de 67 páginas, constituye un verdadero catálogo sobre la deplorable
condición actual de la educación universitaria en Chile. Ello, porque uno de
los alegatos principales con que Beyer pretendía imponer su recorte de
semestres era que el costo de la educación en Chile era comparable con el de
Europa, temeraria afirmación que nada tarda en refutar el documento, porque la
analogía sólo cabría hacerla en función de identificar, al menos, el porcentaje
que, respecto de cada quintil de ingreso, representaría el arancel a pagar. Y
allí las cifras son categóricas, entre otras cosas por la alta tasa de
desigualdad vigente en la esfera local. Como muestra la tabla adjunta, el
modelo que defiende el ministro implica, para el 20% más pobre, desembolsar
casi un quinto más que el total del ingreso del hogar, mientras que al quintil
de mayores recursos pagar la universidad le cuesta el 11,6% de sus entradas
económicas. En términos sencillos, la comparación posible con el costo
educacional para el europeo sólo sería asimilable a los más ricos de Chile.
¿Cómo pretendería la autoridad homologar una baja en años de estudios para los diferentes sectores socioeconómicos si, además, esa condición aparece en relación directa con los resultados académicos medidos por el mismo sistema de exclusión? Como es sabido, el 80% de los hogares pertenecientes al segmento ABC1 vive en el Gran Santiago, dato que el documento del CRUCH muestra a través de su correlato curricular. ¿Qué entienden los universitarios de regiones que rinden un examen de diagnóstico en matemáticas? Nada más que lo que muestra el gráfico de torta anexo: apenas el 8,7% resultó aprobado. Si, en cambio, el 91,3% reprobó, ¿qué pasaría si los años de estudio fueran reducidos? Beyer, por supuesto, diría que basta con mejorar la calidad. ¿Acaso es eso lo que ha ocurrido en estas décadas? Todo lo contrario, y las cifras vigentes para la realidad regional tienen su propia expresión según se posea mayor o menor capacidad de pago. He ahí el tercer dardo del informe aquí referido. Al aplicar, para la evaluación de inglés, el Placement Test, el nivel “starter” registra entre los estudiantes de los dos primeros quintiles de ingreso una proporción que más que duplica la observable para los tres quintiles superiores, como puede verse en el gráfico de barras. Las conclusiones del documento fueron un balde de agua fría para el ministro. “El problema de la duración de las carreras es complejo y de múltiples variables estrechamente relacionadas” (entre ellas, las falencias formativas previas), respondió el CRUCH, señalando que se requiere un “proyecto país”. Sobre la pretensión economicista del gobierno, el informe fue categórico: “el costo de las carreras no debe ser tratado con conceptos provenientes de otros ámbitos. Los estudiantes y graduados no son posibles de tratar como unidades de producto” (la cursiva es del texto original). Al menos esta vez, la habitualmente ambigua actitud de los rectores dio una significativa bofetada en la cara de los más patéticos afanes privatizadores.
¿Cómo pretendería la autoridad homologar una baja en años de estudios para los diferentes sectores socioeconómicos si, además, esa condición aparece en relación directa con los resultados académicos medidos por el mismo sistema de exclusión? Como es sabido, el 80% de los hogares pertenecientes al segmento ABC1 vive en el Gran Santiago, dato que el documento del CRUCH muestra a través de su correlato curricular. ¿Qué entienden los universitarios de regiones que rinden un examen de diagnóstico en matemáticas? Nada más que lo que muestra el gráfico de torta anexo: apenas el 8,7% resultó aprobado. Si, en cambio, el 91,3% reprobó, ¿qué pasaría si los años de estudio fueran reducidos? Beyer, por supuesto, diría que basta con mejorar la calidad. ¿Acaso es eso lo que ha ocurrido en estas décadas? Todo lo contrario, y las cifras vigentes para la realidad regional tienen su propia expresión según se posea mayor o menor capacidad de pago. He ahí el tercer dardo del informe aquí referido. Al aplicar, para la evaluación de inglés, el Placement Test, el nivel “starter” registra entre los estudiantes de los dos primeros quintiles de ingreso una proporción que más que duplica la observable para los tres quintiles superiores, como puede verse en el gráfico de barras. Las conclusiones del documento fueron un balde de agua fría para el ministro. “El problema de la duración de las carreras es complejo y de múltiples variables estrechamente relacionadas” (entre ellas, las falencias formativas previas), respondió el CRUCH, señalando que se requiere un “proyecto país”. Sobre la pretensión economicista del gobierno, el informe fue categórico: “el costo de las carreras no debe ser tratado con conceptos provenientes de otros ámbitos. Los estudiantes y graduados no son posibles de tratar como unidades de producto” (la cursiva es del texto original). Al menos esta vez, la habitualmente ambigua actitud de los rectores dio una significativa bofetada en la cara de los más patéticos afanes privatizadores.
“Sería
ingenuo pensar que la clase dominante va a desarrollar una forma de educación
que permita a la clase dominada percibir la injusticia social en forma crítica”
Paulo Freire
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