Durante el último año, la idea de convertir el actual Consejo Nacional
de la Cultura y las Artes (CNCA) en un Ministerio de la Cultura y el Patrimonio
no sólo ha entrado en el debate a partir del respectivo anuncio incluido en el
Mensaje Presidencial del 21 de Mayo de 2011. La discusión también ha cobrado
vigencia a partir de cuestionamientos hechos, por ejemplo, a la concursabilidad
que se aplica a los fondos para la creación artística.
En el plano estrictamente formal, uno de los objetivos declarados del
proyecto de ley que ingresaría al Congreso a fines de este semestre es el de
poner término a cierta duplicidad de funciones que eventualmente se produciría
entre entidades como la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, el Consejo
de Monumentos Nacionales, la División de Arquitectura de Obras Públicas, la
Dirección de Asuntos Culturales del Ministerio de Relaciones Culturales y el
propio CNCA. Así las cosas, desde el punto de vista sinérgico, la referida iniciativa
que estructuraría el ministerio hasta parecería razonable. Sin embargo, en un
país que ha relegado la cultura y la educación al patio trasero, convendría
mirar las cosas con ojos más alertas.
Los pormenores del paquete legislativo en preparación no fueron
discutidos ante los diversos sectores ciudadanos involucrados en ese ámbito,
sino sólo ante el Instituto Libertad y Desarrollo (El Mercurio, 15 de abril).
¿Y qué pistas surgieron allí? Las imaginables: no se busca el rescate
patrimonial de todos los chilenos ni el desarrollo de políticas públicas en
materia de cultura, sino justamente la tajada que a partir de la reforma
ministerial espera sacar el empresariado. En efecto, la verdadera intención,
como sintetizó el ex ministro de Cultura de Colombia, Juan Luis Mejía, es
incorporar en el concepto de Responsabilidad Social Empresarial el de “responsabilidad
social cultural”. En buen castellano, tal flexibilidad para una alianza
público-privada persigue, so pretexto de la creación de un ministerio, brindar
al capital privado nuevos mecanismos de acceso a la posibilidad de convertir el
bien público cultural en una inversión que lave su imagen y le reporte nuevos
descuentos tributarios.
Por
cierto, contar con un Ministerio de la Cultura es un asunto muy digno de
consideración, pero en Chile los planos se han confundido violentamente. Tener
una secretaría de Estado en ese ámbito supone la definición previa de algo que
en el país no hay: una política cultural desde la cual se diseñen las más
distintas iniciativas. Pero no es todo. Contar con una repartición pública para
introducir orientaciones sectoriales implica
ejercer desde ahí conducciones sólidas, vale decir, voces que, más allá de cuán
autorizadas o no se las pueda considerar en la materia, son portadoras de un
influjo social que por sí mismo habla de su liderazgo. Y esto es válido para
gobiernos de los más diferentes signos, porque, finalmente, crear un Ministerio
de la Cultura es una apuesta, una manifestación de voluntad en el sentido de generar
efectos concretos. De un lado y del otro del discurso político, por ejemplo, en
Brasil fue ministro de Cultura Gilberto Gil, como en España lo fue el actual
gobernante, Mariano Rajoy. Se entiende, pues, que no se trata de comulgar con
uno u otro, sino de explorar para qué es que se quiere determinada
institucionalidad cultural. Pero en Chile no hay voz autorizada ni liderazgo
gravitante, pese a que el discurso normativo permite, erróneamente, dar el
rango de “ministro” al titular del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes.
Para bien o para mal, un ministro es un conductor, y aquí lo que menos hay es
conducción. A lo sumo, hay un administrador de llamados a concursos para
asignación de fondos. A duras penas, lo que existe es un funcionario designado
a nivel presidencial, de nombre Luciano Cruz-Coke, quien causó estupor en junio
de 2011 cuando aceptó, atropellando lo más sensible de la milenaria tradición
mapuche, ser investido por una alcaldesa como lonko, dejando incluso que el
trarilonco, cintillo ritual de la comunidad originaria, fuera puesto en su
cabeza (biobiochile.cl, 30 de junio de 2011). Recordemos que educar significa
conducir, y ello no es posible desde la ignorancia. ¿Puede el lector imaginar
lo que siente una comunidad mapuche cuando el Presidente de la República
asegura ante ella que su árbol sagrado es el laurel? ¿O cuando dice a los
pobladores de Curicó que ese pueblo es la tierra natal de Pablo Neruda?
(radio.uchile.cl, 22 de febrero) ¿O cuando asegura que Robinson Crusoe existió
y que la novela homónima no fue escrita por Daniel Defoe, sino por el actor
Willem Dafoe? ¿O que el salitre “se había acabado”? (cooperativa.cl, 17 de
enero de 2011). De seguro usted se puede sentir como los japoneses, cuando, en
plena visita a Tokio, el Mandatario les dijo que estaba en China (terra.cl, 29
de marzo). Bueno, algo semejante podemos sentir cuando él y Cruz-Coke anuncian
la aparición de un “Ministerio de la Cultura y el Patrimonio”.
"El cuerpo no es una cosa, es una
situación: es nuestra comprensión del mundo y el boceto de nuestro proyecto”
Simone de Beauvoir