Los principales medios de comunicación del país dedicaron buena parte de su cobertura a subrayar la fuerte caída experimentada a nivel de puntajes nacionales tras conocerse los resultados de la Prueba de Selección Universitaria (PSU). Particular énfasis, en ese sentido, se dio a lo ocurrido en Matemática, “donde los puntajes nacionales descendieron de 453 a 133” (emol.com, 3 de enero). Sin embargo, se trata de una dimensión artificial, pues ése era justamente el efecto buscado por los administradores del test, quienes para tal objeto incrementaron el número de preguntas incluidas en el facsímil correspondiente. Hubo quienes quisieron invocar esa baja para asociarla a los siete meses de paralización en los colegios, pero también ese intento chocó frontalmente con la realidad, ya que entre los establecimientos que lideran los máximos nacionales están justamente aquellos que protagonizaron la toma y no los que se enclaustraron en clases (terra.cl, 3 de enero).
Si fuera cierto que los puntajes nacionales marcan la tendencia en materia de resultados, entonces el promedio obtenido en la PSU de este año hubiesen caído en 70,7% de un año a otro. Lo que ha sucedido, en cambio, es que quienes rindieron la prueba contestaron de manera correcta apenas el 32% de las preguntas. Se trata de una cifra patética, pero digámoslo con todas sus letras: es exactamente el mismo miserable promedio de acierto del año anterior. Hemos dicho ya que la PSU disfraza lo que ocurre en materia de aprendizaje en el país, y he aquí un registro que lo comprueba dramáticamente: si, en promedio, menos de un tercio de las preguntas son respondidas acertadamente, ¿cómo es posible que el 67% de quienes la rindieron tengan puntaje suficiente para postular a las casas de estudios superiores? Bueno, entre otras cosas, haciendo que tales casas de estudios ya no sean superiores. Y ahí hay responsabilidades compartidas, porque muchas universidades están defendiendo su decisión de bajar los niveles de exigencia para el ingreso -exigencia que para el egreso ya no existe- señalando que así se asegura el acceso de los más humildes. ¿Pero el acceso a qué? El acceso a una educación miserable es, precisamente, un modo de lucrar con la miseria.
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