En un país donde la educación ha sido reducida a la miseria, exhibiendo el peor índice de comprensión lectora del planeta, la autoridad optó por reforzar esa tendencia por la académicamente insostenible vía de autorizar que los textos escolares tengan avisos publicitarios.
La aparición de volúmenes de esa calaña ya había generado una controversia durante 2011 y el entonces ministro del ramo, Joaquín Lavín, cuestionado por conflicto de intereses dada su participación en universidades que lucran, terminó anunciando que la propaganda comercial no sería aceptada en el material pedagógico circulante. Pocos meses después, el actual titular de Educación, Harald Beyer, diría lo contrario. “Nosotros no lo podemos censurar, no somos un organismo censurador”, fue la justificación a la que acudió el secretario de Estado para dar rienda suelta al negocio que reduce ahora la enseñanza escolar a una estrategia de marketing (Agencia Xinhua, 16 de febrero).
El oficio emitido el año pasado por el MINEDUC indicaba que “los textos que hagan referencia a los contenidos de publicidad no pueden hacer alusión a marcas específicas de productos. Los contenidos deberán abordarse a través de marcas ficticias” (elmostrador.cl, 16 de febrero). Suprimida esa norma elemental, un texto escolar de ahora, que además tiene un costo promedio para el chileno equivalente al 10% del sueldo mínimo, sigue sin abordar materias estratégicas para el desarrollo cognitivo, pero, en cambio, incluye avisaje de telefonía, ropa, jugos artificiales y, especialmente, de empresas trasnacionales. Por estos días, Beyer intenta acallar el escándalo asegurando que los libros que distribuya el MINEDUC -es decir, casi nada y cada vez menos-, no tendrán propaganda de ese tipo. Lo único que nos faltaba era este acto de cinismo. ¿Se imagina el lector la situación? La razón por la que ni este personero ni sus antecesores aceptarían tal avisaje en los textos producidos desde esa cartera no se relaciona con la calidad de la educación. Es simplemente porque, en ese caso, el Estado de Chile enfrentaría el vergonzoso pero interesante trámite de tener que sincerar los nombres de los intereses económicos que ya defiende.
“A la universidad se iba a ver arte, no a vender. Hoy la galería vive de lo que vende: eso no expresa la vida” (Gracia Barrios)