Extraño, por decir lo menos, resulta el hecho de que la autoridad, que diariamente dedica toda su arremetida mediática a criminalizar el movimiento estudiantil en nombre de la seguridad interior del Estado, diga que la aplicación del cuestionado test se verificó de manera incólume, porque tan esquizofrénico concepto de normalidad oficial desemboca en dos posibilidades: o el grito en el cielo puesto en función del “desorden” público no es más que la irresponsable mitología de un régimen policial, o la prueba rendida recientemente por casi 500 mil escolares no requería la menor vinculación con la institucionalidad educativa por parte de quienes la contestaron.
¿Prueba de qué era, entonces, la que se aplicó? SIMCE significa Sistema de Medición de la Calidad de la Educación. En otras palabras, es un instrumento que tendría por propósito dimensionar justamente el nivel académico alcanzado en determinado período. Pero, en ese caso, a la luz de lo expuesto por el subsecretario, el Ministerio de Educación no es más que un triste adorno en el paisaje. Porque, incluso en el caso de que dejemos de lado por un momento las graves falencias intrínsecas de ese test, si la aplicación del mismo ha sido considerada “normal”, entonces lo que pretende medir no guarda relación alguna con la dinámica de asistencia a clases y, en consecuencia, el obsesivo llamado que ha formulado el gobierno desde hace medio año, instando a deponer tomas y paros, es una flagrante contradicción. Mientras el país exige educación de calidad para el conjunto de la sociedad, el gobierno ofrece eternizar la fiscalización de lo que ocurre al interior de una burbuja.
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